Relatos

Deseo tu corazón |Relato

¿Se acuerdan de ese otro relato que les presente de mi OC del rol? Ese que se llama Tetonalli. Hoy les traigo otra parte de su historia. En este ella está un poco más grande. Voy a irles subiendo su historia una entrega o dos por mes aún ni lo decido. No se si esto les guste tanto como la de Tlaloc o si les interese por lo menos la mitad, pero a aquella no le voy a seguir en un tiempo y esto es lo qué hay.

Tocada por los dioses

Estabas harta de los gritos y que te llamasen mentirosa. De las pastillas con colores vibrantes que te hacían tragar a ver si funcionaban y solo embotaban tus sentidos. Comenzaste a mentir con todos los dientes y escupir el medicamento en el baño. Tenías cinco años tragandote esas mierdas, temiendo los rumores de otros sobre gritos y electricidad recorriendo tu cuerpo. Te había considerado loca por un tercio de tu vida.

No lo estabas, sí, te habías reído en el patio de un chiste que el abuelo te estaba contando para relajarte antes del examen de matemáticas, pero escucharlo no era signo de que te faltaran dos tornillos. Aún no sabías porque tu madre insistía en que debías ir a sentarte durante dos horas todos los jueves a echarle mentiras al psiquiatra. También estabas harta de ella, peleaba con la abuela día sí y día también sobre tu futuro. Una decía que no era normal, la otra que era cosa de familia.

Pero tu madre se podía ir mucho a la chingada, ella te había dejado al cuidado de la anciana cuando eras una niña y se había largado. Después de la muerte de tu padre había intentado acercarse a ti pero ya era demasiado tarde. Era una extraña que te daba regalos, pagaba las cuentas y te aseguraba que las ausencias eran por tu bien, para que nunca en la vida tuvieras que preocuparte por el dinero. Que podrías ser lo que quisieras ser. 

Mamadas. Lo que tú querías en ese momento era dejar de ir con el loquero. Todos en casa sabían que escuchabas las voces de los muertos  y platicabas con el abuelo mientras corrías por el plantio o lanzabas a los conejos los cuchillos heredados después de su muerte. Y que según tu, había sido idea de la bisabuela Martha cortarte el cabello hasta los hombros. 

La gente de la hacienda te creía, tu madre y el psiquiatra no. Pero como decían los chiquillos del capataz: tu madre es de ciudad, no sabe nada. A ella la ciega el mundo moderno y tú habías nacido como otros antes de ti en la familia: tocada por los dioses. O eso te han dicho toda la vida. Y lo crees, a estas alturas de tu corta vida no puedes pedir más que siempre tener quien vaya contigo y te ayude a hacer trampa en los exámenes.

Pero ese día en particular estabas hasta la madre. Era el último examen de una materia que llevabas de la chingada, María a quien pasaste de cortarle las trenzas a deshacerlas entre el trigal detrás de su casa, estaba encabronada porque se te olvidó su aniversario y para colmo, el psicólogo de la escuela había mandado a llamar a tu madre. Otra vez. 

«Alejandra está recayendo señora», le dijo y pensaste en escupirle en la cara cuando empezó a decir que te había vuelto a ver hablándole a la nada en el patio cuando pensabas que nadie te observaba. Querías gritarles y preguntar a gritos que cuando chingados iban a entender que todo estaba bien dentro de ti, que detestabas esa sensación de flotar entre nubes cuando te tragabas los medicamentos a la de fuerzas por las mañanas, pero eso nunca te ha salido bien. Estabas frustrada. 

Abandonaste como un vendaval la escuela, azotando las puertas y empujando a la gente a tu paso. Corriste por la calle empedrada dejando lágrimas llenas de frustración detrás. Escuchaste como tu bisabuelo te pedía calma, su voz comenzó a distorsionarse dentro de ti. El hartazgo y la adolescencia estaban haciendo mella en tus emociones. Provocandote lo que llamabas: problemas de recepción con el más allá.

Cruzaste el pueblo más rápido de lo que canta un gallo, las miradas te siguieron como lo hacen siempre, los cuchicheos se elevaron detrás de ti. «Dicen que está loquita, pobrecita», escuchaste que dijo la de la tienda. «Yo escuché que según habla con difuntos, esa familia siempre ha sido rara», le respondía la de las tortillas y el veneno de la compasión en sus palabras se te fue inyectando en el alma.

No te detuviste al entrar al camino de tierra que lleva a tu casa, la hacienda de los Valdez, tenías que recorrer un par de kilómetros antes de llegar. Corriste levantando el polvo con la intención de irte a esconder entre el plantío para gritarle al aire y pegarle de patadas a las piedras. Al llegar a los terrenos de la familia cruzaste la alambrada por debajo.

No te percataste de que no estabas sola. El cúmulo de voces te gritaba e intentaba calmarte al mismo tiempo, te tapaste los oídos mientras seguías corriendo, zigzagueando entre las pencas que deseaban tocarte. Con la garganta seca, lágrimas de impotencia a punto de derramarse y la respiración entrecortada caíste al piso. 

No tropezaste, escuchaste un gruñido a tu espalda y estabas a punto de girarte a ver pensando en que un coyote había vuelto a colarse cuando una sensación de dolor recorrió tu espina dorsal. Sentiste como algo rasgaba la tela del uniforme,  se adentraba en la carne y rasgaba músculos en tu espalda. 

El grito que pudiste haber proferido quedó ahogado con el polvo que entró por tu boca cuando una fuerza ajena te obligó a enterrar el rostro en el suelo. No podías respirar. Sentías como, quien estuviese sobre ti, aún seguía hurgando en tu carne.

Intentaste moverte pero sólo conseguiste que jalara tu cabello para estamparte otra vez contra el piso, sentiste un dolor punzante y la sangre derramarse, uniendo su sabor a óxido al del polvo que ya habías tragado. Las voces gritaban por ti. Te gritaban a ti y a él, era un hombre quien estaba encima de tu espalda. 

Tus lágrimas de angustia comenzaron a derramarse humedeciendo la tierra al caer. Los rostros de la abuela, Elvis y Maria cruzaron tu mente por un instante. La añoranza de un futuro, el deseo de volverlos a ver. El sollozo que se escapó de  tu garganta, apenas fue audible entre los gruñidos que aquel hombre profería, su arma había quedado atascada dentro de ti. 

Con cada tirón la sensación de agonía se incrementaba. Te maldijiste por seguir las órdenes de la escuela y  haber dejado tu daga favorita en casa, tal vez podrías haber intentado hacer algo. Defenderte. Tu abuelo te advirtió que algo así podía pasar… pero ni él ni tu pensaban que fuera a ocurrir tan pronto y si eras sincera te tomabas sus indicaciones como un juego más, una distracción para las horas de asueto y tardes soleadas.

Inspiraste y decidiste que no podías más, que no pensabas morir así. Volviste a intentar zafarte; pataleaste y gruñiste. «Quieta. Solo quiero un hueso, pero si mueres también tu corazón. Me pagarán una fortuna por un trocito de ti», dijo el hombre entre dientes con furia. «Un hombre verdadero no ataca por la espalda», escupiste ganándote otro tirón. ¿Cómo vergas intentaría quitarte un hueso estando viva? Decidiste no preguntar. 

«Quítate de encima, estúpido», gemiste cuando el hombre por fin pudo liberar lo que suponías ahora era su técpatl. Las sensaciones de la sangre cálida empapando la tela, el dolor punzante y el aire que le faltaba a tus pulmones te hicieron rendirte a su agarre por un instante. Su risa fría y cruel inundó tu mente ahogando las voces, que resurgieron en una algarabía de insultos e indicaciones que no eras capaz de discernir. 

Pensabas que iba a estrellarte el cráneo, casi deseaste que el hombre te lo abriera de un golpe y terminará con tu sufrimiento. Cuando pensabas que se te iba la conciencia el aullido de un animal inundó el plantío. Sentiste al hombre estremecerse sobre ti. A ti, el sonido te dio valor. Tomado por sorpresa en sus distracción, volviste a revelarte logrando girarte y tirarlo de tu espalda. 

La visión del charco de sangre que se había formado debajo de ti te dio náuseas. El hombre de cabellos oscuros y tez clara intentó abalanzarse sobre ti otra vez, siendo detenido por un bólido color café rojizo. Un grito de terror y agonía llegó a tus oídos, giraste la cabeza hacia el sonido descubriendo cómo un can desgarraba la garganta del hombre convirtiendo sus gritos en sonidos ahogados y borbotones. 

Te alejaste a rastras sobre tus codos cuando el animal se giró en tu dirección. Era un lobo. Sus ojos eran tan negros como obsidiana. El dolor hizo que tu brazo se doblara, caíste con un gemido ahogado y escupiendo sangre con lodo. Cerraste los ojos esperando a que  la bestia decidiera arrancarte un pedazo a ti también pero la mordida nunca llegó, en su lugar una voz ronca te murmuro «Aguantaste bien okichpil, ya pasó». 

Más tarde, despertarías en tu cama recostada boca abajo, con la piel hirviendo y la sensación de tener la espalda en carne viva. La voz de la abuela a tu izquierda sonaba preocupada pero firme, le hacía preguntas a alguien que no podías ver ni reconforta por el sonido de sus palabras. Era un hombre con timbre grave, arrullante que contaba cómo había cazado a un tepupuxacuahuia que había llegado al pueblo por los rumores de que ahí vivía un tocado por los dioses. Tú. 

«Quien eres?», preguntaste. El silencio que siguió a la pregunta que emitieron tus labios resecos parecía quedarse sin respuesta. Los segundos que tardo el hombre en responder se te antojaron eternos como los que describen los libros que te regalaba tu madre. «Me llaman Victor, pero tu puedes llamarme Mayaken. Te lo has ganado okichpil», dijo después una eternidad y sentiste una mano desconocida sobre tu coronilla enterrando los dedos entre tus cabellos. 

«Descansa», ordenó y el sueño comenzó apoderarse de ti. No querías dormir, querías sentir dolor, ese que te hacía saber que seguías viva. Vivo. Okichpil. «Gracias, Mayaken», dijiste con lo último de conciencia que quedaba en ti, antes de subirte en el mundo de los sueños amparada de las pesadillas por Yohualtecuhtli, el aura de paz de Elvis que veló junto a tu cama y el hombre que se quedó hasta tu despertar.

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