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Recetas Magicas III: Para cuando el cielo llora | Relato.

Esto ya es mas relato y menos receta. Sigo viva aunque no parezca. A lo que me traje yo, porque lo que hago aquí no es culpa de Chencha.

Para cuando el cielo llora

«Acaso quieres envenenarme», te preguntó mirándote desde el suelo con la sonrisa en los ojos y el lodo manchando su mejilla. Habían estado recogiendo champiñones y setas para la cena. La humedad del bosque era perfecta en esas épocas del año. 

Lo miraste con una mueca entre divertida y resignada, sus comentarios sobre la muerte eran habituales. Poco a poco te habías acostumbrado a escucharlo hablar sobre fantasmas en el baño, susurros entre los árboles y cadáveres bajo tierra. 

Con un movimiento de la mano rozaste sus cabellos, esperando que se pusiera de pie. Sí habías tomado un par de hongos no comestibles ¿y qué?, serían una buena decoración para el terrario que deseabas construir. Le diste vueltas entre las manos al pequeño tallo preguntándote si sería uno de esos que podrías comer y alucinar. 

Descartaste el pensamiento cuando sus dedos se entrelazaron y con una sonrisa te llevo de la mano todo el camino de regreso a casa. El lodo les trepó por los tenis y pantalones, dejaron sobre el piso limpio un rastro de suciedad que deberían limpiar después de cambiarse. Cuando juntos entraron a la cocina el olor a tomate asado, chile tostado y cebollas caramelizadas  les hizo babear. 

Tu hermana, de espaldas a la puerta meneaba la olla de barro al tiempo que dejaba caer en ella granos de pimienta negra y trozos de tomillo. A tus oídos llegaron los sonidos que emite su garganta. Notas armónicas que se expanden por el lugar y rebotan contra las paredes envolviendo el ambiente, marcando el ritmo de los latidos del corazón. 

Sin mucho cuidado te acercas a ella con lo recolectado, dejando los brotes dentro del fregadero. Te sonríe y para el canto. Da las gracias y frunce el ceño al ver el lodo que han dejado en su cocina. Ambos, tú y él, tienen la decencia de bajar la mirada avergonzados mientras con diligencia ella comienza a moler los ingredientes dentro de la olla, lo hace con su nuevo juguete: una batidora del mano. «La mejor inversión del año», cuenta a quien se quede el tiempo suficiente a su lado. 

«Cámbiense», ordena sin volver a dirigirles la mirada. Ustedes intercambian una cómplice. Huyen a darse una ducha y cambiar sus ropas por otras limpias. Hasta el segundo piso escuchan el agua correr y el cuchillo bajar sobre las zanahorias. La lluvia comienza a golpear las ventanas mientras saltas de dos en dos los escalones. 

Te adentras de nuevo en su recinto sagrado, la salsa borbotea y salpica la estufa. Las zanahorias han caído dentro del líquido, las setas lavadas esperan a ser cortadas. Tomas otro cuchillo y comienzas a filetearlas. Ayudarla hace que te sientas menos inútil y tengas un lugar en su hogar. Cuando terminas evalúa los cortes con ojo critico, sabes que están disparejos y que la delicadeza nunca ha sido el fuerte de tus manos. Aun así sonríe, porque lo sabe. Aprecia el esfuerzo que haces por encajar. 

«¿La quieres probar? Le puse agua y caldito, estaba muy espesa…», ofrece y aceptas. Con cuidado mete una cuchara en el menjurje y la lleva a tu boca como si fueses una niña pequeña. Cuando el caldo toca tu lengua sientes el sabor del tomate y el chile, no pica seguramente ha usado de color, se lo agradeces es una gran diferencia a tu madre que usaba piquines. Aun así, le falta sal. 

Haces una mueca, antes de decírselo. Ella prueba y medita. «Le falta sal», coincide «Al menos no pica», añade como si recordase al igual que tu la sensación abrazadora de las memorias infantiles que aún conservan. Las ventanas tiemblan y se sobresaltan. «Por criticonas», piensas. El sobresalto la pone en acción, los granos de sal de mar caen sobre caldo junto a los champiñones y una rama de apio. 

«Pareces bruja. Meneas y meneas, avientas cosas y todo hierve», dice una voz desde el dintel de la puerta. Tu acompañante ha bajado al fin. Lo quieres y te quiere. Tu hermana se carcajea al ritmo de la lluvia. Siempre te ha dicho que él es como un perro, divertido, leal y ocurrente. Y que, solo por eso, le deja estar con ustedes. 

Sentados alrededor de la mesa, desgranan elotes para la cena y rayan el queso seco que pondrán sobre el caldo de setas.  Cuando tu hermana declara que esta lista la comida, la sirve en esos platitos hondos que tanto le gustan y de los que le has roto la mitad. Acunan los tazones con las manos heladas y soplan el vapor oloroso. Añaden el queso y cortan el pan de maíz con el que acompañaran. 

Es un caldo espesito, que calienta conforme pasa. Es un caldito espesito, que los acompaña mientras la lluvia cae,  los fantasmas de la memoria inundan el silencio contando historias sobre niñas de rodillas raspadas y las carcajadas de los vivos resuenan convirtiendo el lugar en un hogar. 

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