Cada que estás a punto de hacer algo estúpido dicen los libros y la gente que la voz de tu madre va a sonar en tu cabeza diciéndote que no lo hagas. Pero no, no en este caso. Aquí entre mis neuronas solo aparece la tuya y la imagen de tu rostro flota frente a mi.
Aparece cada que olvidó comer y después me atraganto, cada que cruzó la calle sin mirar a los lados y por supuesto cuando tengo más de tres vasos de cerveza frente a mí, es especialmente ahí cuando el alcohol se me empieza a acumular que tu voz diciendo mi nombre con firmeza hace que pare, que beba menos. Que recuerde que debo llegar a casa, que el mundo es peligroso.
Solíamos bromear con morir, con no llegar, con no despertar en una espiral absurda de un humor con muy mal gusto. No caí en cuenta que tanto había cambiado nuestra vida hasta que una mañana preguntaste si había llegado bien, al decirte que lamentablemente si continuaste la broma pero después de las risas y un segundo de silencio serio decidiste añadir que no debo jugar con eso, que debo llegar.
Y noté bajo las capas de neutralidad de tu voz, la preocupación que cargaban tus palabras. Porque si, el mundo es peligroso, pero para mi es doblemente peor. Puedo salir a divertirme y desaparecer. Puede que algún día me encuentren o qué jamás lo hagan, tal vez no desaparezca pero eso no garantiza que no pierda un trozo de mi alma en el camino.
Y yo no tendría la culpa, yo no decidí nacer mujer.